miércoles, 15 de octubre de 2014

Agustín Alayón Gómez, El Estoperito

 


Agustín Alayón Gómez, El Estoperito

 

Las motivaciones son infinitas, y en algunos casos fruto de alguna característica física, que se acrecentaba con la socarronería de nuestros viejos. Como transmite su hija Encarnación Alayón Melo, este apodo proviene de un comentario de la madre de El Estoperito, Celestina Gómez Martín. Antes los barcos los pintaban con piche, en caliente, y lo pasaban por los barcos con unas bolas de estopa enrolladas a un palo. Estoperito le decía la madre, porque era trancadito.

Agustín Alayón Gómez, El Estoperito, según datos del Censo de la Población de Arona, para el año de 1920, se encuentra inscrito en Los Cristianos, con 44 años de edad y de profesión pescador, casado con Herminia Melo Rodríguez, de 31 años; y sus hijos: Agustín, Manuel, Encarnación y Lorenzo, contando entre los 13 y 3 años.


Documentación: BRITO, Marcos: Nombretes en el Sur de Tenerife. Llanoazur ediciones

Encarnación Alayón Melo o las veredas de la tradición

  Encarnación Alayón Melo, 2005   


Artículo publicado en la prensa en 2005

Encarnación Alayón Melo es la memoria del que fue pequeño enclave de pescadores de Los Cristianos. Es un libro abierto al que se va escuchando, con diálogos pausados, en su cocina de inmaculado blanco; un lugar de calma y sosiego por donde, con sus palabras y sus silencios, se transita por las veredas de la tradición.
Son múltiples los senderos por los que se puede andar, cogido de su mano. Son sus vivencias y recuerdos, pero también los que atesora de sus allegados, como el nombre que recibía la Playa de Los Cristianos, la Playa del Vino, tal como le contaba su abuelo Esteban Melo García, “decía él, que el primer nombre era la Playa del Vino, porque por aquí se embarcaba, por que bajaban los vinos de los altos y embarcaban por aquí.” O como iban las obras de la carretera de Arona a Los Cristianos, según le contaba su madre, Herminia Melo Rodríguez, que se comenzó a construir a comienzos de la segunda década del siglo veinte. “Cuando yo nací en el año quince me decía mi madre que mi padre estaba trabajando en la carretera, porque antes cuando la mar estaba buena iban a la mar y cuando no iban a la tierra.”
Cuando se bendice la Ermita Nuestra Señora del Carmen, una imagen de esta Virgen se traslada en procesión, el 18 de octubre de 1924, desde Arona a Los Cristianos. Encarnación participó en este recorrido, se encontraba en edad escolar en Arona, viviendo con sus abuelos en Túnez, porque hasta unos años después no existieron escuelas en este barrio costero. Festejos que recuerda con añoranza, celebraciones que comenzaban con el albeo de las casas, con el agasajo de toda persona que se acercase a disfrutarlas; con la preparación de los locales de bailes, como las de Leopoldo Domínguez; de Leandra Valentín Hernández “Cha Leandra”; de Rosa González “seña Rosa” o en “la sala”, y su apreciado piso de madera, de Nicolasa Martín.
Conoce el lenguaje de cada piedra que había en este tramo del litoral donde aún no había llegado el cemento, sólo algún canto rodado cogido con un poco de la cal que se obtenía de las caleras de El Camisón y con la que se construyó algún pequeño embarcadero, como el de La Planada (en el arranque del primitivo muelle de Los Cristianos); o el de la Playa de la Carnada (un tramo de lo que hoy es la Playa de las Vistas). Lo demás eran charcos naturales, como ese Charco del Cabezo, que en la bajamar se quedaba lleno de agua, y en el que se bañaban las mujeres; el Charco Lola, con fondo arenoso, situado frente al Chalet del Inglés; el Charco de María Prima, conocido por estar ubicado delante de la casa de María García “María Prima”; el Charco de las Piedras, enfrente de las casa de Juan Alfonso “Juanillo”, denominación que adquiere por la existencia de piedras grandes en su interior.
Encarnación es una mujer que ha recorrido su vida pegada a los vaivenes de la mar. Sus padres, Herminia Melo Rodríguez y Agustín Alayón Gómez, pescador, habitaban una modesta vivienda atracada a la orilla de la mar, a la que en mareas altas casi llegaba a acariciar sus paredes. Vivienda de su abuelo Esteban Melo García, donde después vivieron sus padres y posteriormente, a partir de casarse en noviembre de 1933, la habitó con su esposo, Mariano Melo Tavío, quien guardaba en su memoria la vida y milagros de los barcos de cabotaje, en los que trabajó durante algunos años.
Atesora, en ese baúl repleto de presencias propias y ajenas, un gran conocimiento de las pocas viviendas que poblaban la costa donde se edificaron varios salones, hoy olvidados y desaparecidos. Como el de los Bethencourt, y donde después se edificó el Cine Marino; “Todo eso era de un tal Ramos, de María Prima hasta la esquina de arriba era de ese Ramos, después lo compró los Bethencoures. Tenía negocios yo no se de qué, hacían bailes. Los Bethencoures lo utilizaron para empaquetado, que mi madre trabajó allí, tu abuela Sebastiana.”
A la izquierda, vivienda de doña Encarnación. Década de 1930

O esas otras humildes viviendas que existían donde se construyeron, a comienzos de la década de los años veinte, los conocidos por el Salón del Peña y el Salón de Tavío. Utilizados, primero, como transito de las mercancías que se trasladaba a través de los barcos de cabotaje; después como lonjas de pescado; como empaquetado de tomates o como almacenes de todo tipo. En el lugar del primero, tenían unos cuartos José Melo Martín “José Babita” y María González; Dionisia Melo Martín; o Eliseo Melo Martín “Pataloro”. En el segundo, los de Antonio Melo Martín y su esposa Nicolasa Martín.        
Sus recuerdos son alargados, envueltos en esa aparente sencillez que aporta la humildad, desgranan múltiples vericuetos de este pequeño pueblo de pescadores que eran Los Cristianos, cuando nació Encarnación, ese primer día de 1915. Mientras se festejaba el fin de año con una cena temprana y con parrandas y bailes hasta el amanecer. Llegó casi con los Reyes Magos, esos que apenas eran conocidos, que lo más que traían eran unos dulcitos, unas naranjas o algún puñado de almendras; esos que hacían juegos de malabares con la herencia de los escasos juguetes disponibles. 
Su belleza, austera y sencilla, acapara toda la hermosura que envuelve el recuerdo. Tanto nos ilustra los nombres de cada recodo, de cada charco, como nos narra esos sobrios festejos por los que ha pasado, como los carnavales en los que participaba todo el pueblo, con máscaras o sin ellas, pero con alegría y bailes durante tres días: domingo, lunes y martes. Con el domingo reservado para el “día de la tizna”, esa que se recogía de los calderos donde se cocinaba con leña y se pasaba por la cara del que se encontrase por la calle. Los lunes y los martes no faltaban los polvos talco o mezclados con harina, espolvoreados sobre todo aquel que se encontrarse en el camino. Y en todos ellos no podían faltar el buen vino, las rebanadas o los chochos; traídos de La Escalona, guisados y puestos de remojo, durante seis o siete días, en algún charco de la mar.
De su mano se pueden recorrer todos los caminos por los que ha transitado la historia de Los Cristianos. De esos años en que se tenía que ir a lavar al barranco; de tomar el agua de los aljibes; en los que había que ir a recoger todo tipo de leña para poder cocinar; donde la ropa salía de las manos prodigiosas de un grupo de costureras; de cuando el pescado se llevaba a las medianías, a pie. O cuando el ritmo de vida transcurría de otra manera, con otra quietud, con esfuerzos y penalidades, pero también con tiempo para la tertulia, para trasmitir historias pasadas, al borde de la casa, del camino, sobre algún chaplón, alguna piedra o sobre la arena amarilla de San Roque, el mejor lugar para los cuentos de brujas. De su mano se recorren las veredas de la tradición, iluminadas por la añoranza de los ecos del batir de la mar, ese que envuelve la admiración por sus memorias.