sábado, 24 de agosto de 2013

María Luisa Rodríguez García, toda una vida en sus manos



María Luisa Rodríguez. 1997
 
María Luisa Rodríguez nació en 1913, en la Hoya de Arriba, en la actualidad más conocido por el barrio de San Nicolás, en Arona. María Luisa ha sido conocida por una larga ristra de apodos, por `María Luisa la de Frasquita`, sobrenombre que adquirió por el de su madre, Francisca Rodríguez `Frasquita`; `María Luisa la de Diego` o `María Luisa Melo`, después de su boda con Diego Melo; `María Luisa la del Cabo`, por ser el lugar donde habita, en Cabo de Abajo, en el Valle de San Lorenzo; `María Luisa la dulcera`, por sus muchos años dedicados a este menester, a la elaboración de bodas.
María Luisa ha sido como un paisaje abierto por donde poder pasear, recorrer palmo a palmo, la vida cotidiana del Municipio de Arona. Su nacimiento en Arona, su estancia en Los Cristianos y en el Valle de San Lorenzo, donde falleció el 16 de febrero de 2012; además de sus múltiples quehaceres, le aportaron un rico y dilatado bagaje. Entre sus cálidas manos y su tierna y refrescante mirada atesoró la extensa sabiduría que dan los años vividos intensamente.
Su lucha diaria le llevó a dedicarse a infinitas tareas, además de la propias del hogar y del cuidado de sus hijos. Desde casi su niñez estaba de sirvienta en una “casa pudiente” de Arona, lo que le sirvió de experiencia para después dedicarse a la preparación de comidas de todo tipo y manera. Desde alguna casa particular a ventorrillos, acondicionados en los festejos de Arona. Unos palos áhi cruzados y forrados con sabanas y iluminados con carburos, en los que la carne asada, con brasero de carbón, o guisada, perfumaba las viejas piedras de la plaza aronera, abría el apetito, al que se saciaba con el acompañamiento del buen vino de La Escalona. Asimismo regentó una cantina en Los Cristianos, y se dedicó entre los años cincuenta y setenta a preparar bodas, algunas de las cuales sobrepasaron los trescientos invitados.
Las carencias en su familia le hizo aprender pronto el duro oficio de la vida. La necesidad te obliga, aprendía un poco con mi tía, un poco con mi madre, los dulces, arriba con la madre de María, en todos los sitios practicaba un fisquito. Esos buenos consejos, en la elaboración de los dulces, eran de Adorcinda Melo, que vivía en El Hoyo, en Vilaflor. Con las bodas se inició cuando se estableció en el Valle de San Lorenzo, mientras su marido se movía entre los trabajos en la carretera general del Sur, “la carretera vieja”, y las tareas de labrante. Durante bastantes años, María Luisa se dedicó a preparar los manjares en las celebraciones de las bodas, donde relaciones y amistad se mezclaban con la gastronomía.
  Diego Melo y María Luisa Rodríguez
Con este quehacer recorrió buena parte de la geografía del Sur de Tenerife. En ello puso ese buen hacer que aprendió con pocos años, para ella no tenía ningún secreto ni los hornos de leña, ni los fogones de leña o de gas. De sus manos brotaban almendrados, matrimonios, dedos de santo, tortas; dulces en general, que unas veces servían como principal comida y otras como remate a una sabrosa sopa de gallina, carne de cabra, garbanzos, pescado salado, o cualquier otra que le encargasen.
Con dulces, vino y chocolate, mesas en el centro de una sala espaciosa y sillas a lo largo de sus paredes, se celebraron muchos de estos banquetes, los más sencillos. Era usual la matanza de alguna cabra o cochino, casi siempre criado en la misma casa para la ocasión; algún ejemplo nos ha comentado donde se sacrificaron hasta seis cabras. Menos frecuente era el uso de pescado salado. También las compuso exclusivamente con aves, que una vez hicimos una boda en El Roque, de treinta y ocho aves, entre gallinas y patos, porque no querían carne de otra. 
Yo llevaba de todo, las milanas, los baños, la batidora, las máquinas, todo, y después ellos ponían los ingredientes y pagaban el horno, que les cobraban por tres días, veinte duros. Y yo les decía, tantos huevos, tanto aceite, tanta leche y de harina cogíamos un saco, la abríamos y después se descontaba la que quedaba, porque quién iba a pesar kilo a kilo, porque si hacía un baño de tortas y otro baño de rosquetes. Las bodas se celebraban en las casas familiares o en algún salón disponible, produciéndose el caso de alguna que se ordenaron las mesas y las sillas en una huerta. Muchas veces cobraba su trabajo con otros productos, como cuando le preparó la boda a la hija de un cabrero, por la cual obtuvo unos quesos y unas latas de dulces; también preparó otra en La Escalona, a cambio de papas.
María Luisa tuvo otras tantas ocupaciones, entre las que se podría resaltar la de marchanta, la de vendedora de pescado. Mujeres que recorrían largos trayectos, desde la costa hasta las medianías, para vender o intercambiar el pescado. Duros y penosos traslados, hasta el Valle de San Lorenzo, hasta Arona, hasta La Escalona o hasta Vilaflor si antes no se había vendido. A veces llevábamos hasta cuarenta, cincuenta kilos, según, así tengo hoy el pescuezo, la columna, uno descansaba en una pared bajita y se fuchía como los camellos, eso hacía una fuerza, se esconchaba una todo. Tenía una que pensar en tal sitio hay una pared que sirve, pues escapábamos corriendo a buscar el descansadero.
Seretas de mimbre, balanzas de madera, de latas de galletas; con pesas de callaos. El producto se recogía en la misma playa o en la casa del pescador, se pesaba y se enhebraba, y después de su venta, a la vuelta, se arreglaban cuentas. Como nos apunta María Luisa: lo pesábamos y después lo enhebrábamos, para cogerlo más fácil, porque es mejor coger una sarta que no llevar unas pesas, pa estar pesando lo llevamos enhebrado por kilos, por medios kilos. Por áhi arriba se vendía de todo, menos sardinas y arenques, la gente le tenía miedo a las sardinas y a los arenques y ya hoy tú ves lo mandan los médicos, pues las caballas no se vendían mucho, pero se vendían, la vieja, la salema, todo lo que se recogía.
El pescado fresco para vender de un día para otro, y llevarlo a las medianías, se transportaba con un poco de sal y tapado con musgos, de modo que llegase a su destino en mejores condiciones. El resto del pescado que no se consumía en el día había que realizarse alguna práctica, como el jareado, para conservarlo. Se jareaba casi todo tipo de pescado, sobre todo de caballas y sardinas, pero también de viejas, las más apreciadas, o de morenas. Asimismo salaba y jareaba pescado cobrando con una parte de lo jareado que después vendía. Y como le sucedió con las bodas, también en el trasiego del pescado, muchas veces no lo vendía, lo intercambiaba por papas, por carne de cochino.
María Luisa se bajó al mundo a comienzos de siglo XX. Aprendió, desde su cuna, entre las anchas paredes de barro y piedra de la casa materna, los buenos aromas, los sabores de la cocina tradicional. Con su madre, con su familia, comenzó a apreciar los productos de la tierra, a mezclarlos con la sabiduría adquirida en la escasez. Por la huella de sus manos han pasado los mejores manjares, por esas amplias manos que cuando te abraza, te recoge en su regazo, te traslada su amor, ese calor amasado, atrapado, en ese horno de la vida.