martes, 20 de agosto de 2013

Sixta Carro Alonso y su enseñanza de vida



  Sixta Carro Alonso, 2008
 
Por las manos de Sixta Carro Alonso (Vera de Erques, 1916-2011) han pasado todo tipo de labores. Pasé más trabajos que arena. Una mujer luchadora que tuvo que diversificar sus faenas, ya desde la infancia ayudaba a su padre en las tareas del campo, recogiendo leña, segando, pasando higos, cuidando de animales; continuó con la venta de pescado y en los cultivos de tomates. Por sus recuerdos se acumula una larga vida vinculada a la tierra, desde las manadas de cabras que cuidaron sus abuelos paternos, a la venta que regentaban en la Vera de Erques su abuelos maternos. Y tantos otros quehaceres, trabajando uno como burritos, como la recolección de jaramagos para completar el potaje o ir en busca de agua a El Dornajito o a Las Goteras.
El prematuro fallecimiento de su madre, Amelia Alonso, motivó su pronta participación en las faenas agrícolas, ayudando a su padre, Juan Carro. Empecé a trabajar a los siete, ocho años, salía con mi padre, si iba arar, él arar y yo cogía una azadita y le ayudaba detrás, y mi padre delante arando. Asimismo colaboraba en la recogida de leña y en la búsqueda del alimento para los animales, en la siembra de los cereales y las leguminosas: Mi madre sembraba siempre dentro del trigo unas lentejas que le decían lentejas blancas, que se criaban tachitas así y eso se llenaba de vainitas, dentro del trigo, y cuando ya se iba acercando ya pa arrancar el trigo y ellas se iban poniendo amarillitas, íbamos primero y las arrancábamos, las lentejas. Llegamos a coger hasta más de una fanega, una fanega que eran cincuenta kilos, y nosotros lo más que nos gustaba era el potaje ese de lentejas. Y cuando no, papitas y coles y carne cochino, se mataba un cochino y se aprovechaba todo, y nos duraba hasta palante. En mi casa se mataba uno, se criaba uno de esos grandes y después se salaba. Cochinos negros, eso si es carne buena, sabrosa. Y después las salaban hasta las patas, le quitaban las pezuñas, lengua, orejas, todo, lo del cochino se aprovechaba todo, hasta las tripas pa morcilla.
  Sixta Carro, su ahijada Sergia, y Aurelio Romero
El sacrificio que significaba la dura labor de la venta de pescado lo ilustra Sixta, con su coraje. Tarea que comenzó al enfermarse su marido, Aurelio Romero Carro, quien falleció a pocos años de casarse a causa de los condiciones inhumanas en las que trabajó en la apertura de galerías para extraer agua. Sixta comenzaba su andadura en Vera de Erques e iba a buscar el pescado a Playa de San Juan y Alcalá. Lo del pescado empecé, tenía a mi marido aquí en una cama, aquí mismo, considere una mujer, ni había comida, ni había nada. Si usté no trabajaba, que no le entrara un duro y un hombre enfermo en la casa y no tener un hijo grande, ni nada, porque no tuve sino una hija que estaba muy pequeñita, cuando el padre murió tenía seis años. ¿Y de qué vivía?, yo no tenía subsidio, yo no tenía nada, porque entonces no pagaban nada. Primero empecé con un burrito que tenía a bajar cargas de leña, verde, que estaban cortando en el monte pa poder después sembrar trigo y sembrar cebada, en el Pino Redondo, en el Pajal de la Corona, en El Bebedero. Esa leña la llevábamos a la fábrica, la fábrica que estaba en la Playa. 
La venta del pescado la realizó durante unos cinco años, labor que abandonó cuando contaba con 33 años, dedicándose al cultivo del tomate, en lugares como en Piedra Hincada o en Abama. Transitando a pie aquellas veredas en busca de la pesca. Tenía que atender a mi marido y a buscar la comida, a vender cosas por áhi me dediqué cuando me casé, porque la vida mía no ha sido muy fácil. Yo iba por las mañanas, cuando era oscuro, iba a comprar, si encontraba caballas, sardinas, a la Playa, o pescadito mejor, a Alcalá. Yo llegué a salir de aquí, porque antes no había ni reloj, con un mechón, usté sabe lo que es poner en una botella un poco de petróleo y después con un trapo por la boca la botella, meterla así y después iba usté mojando la botella pa que le llegara, y con ese mechón áhi bajaba por áhi abajo sola, solita y no tenía miedo. Cuando eso yo iba a la Playa, pa si lo conseguía allí, pa venir más pronto a mi casa, pero si yo iba a la Playa y no conseguía pescado, entonces ¿iba a perder el día?, de allí seguía pa Alcalá.
Sixta Carro y su sobrino Juan Jesús Rodríguez
Su zona de venta se adaptaba al mismo camino por el que ascendía desde Alcalá o Playa de San Juan, pero sobre todo Tejina y Vera de Erques, con algunas excepciones, donde fui una vez fue a Taucho. Solía traer el pescado en sartas, amarradito, lo traía amarradito, yo traíba el kilo de pescado justo, me lo pesaban ellos allí, me lo amarraban y traíba el pescadito justo. Cuando era fresco lo ponía uno así a los laditos de la cesta y al medio y después cogía usté esos mujitos verdes y le ponía dentro, y venía. Y si no lo vendía, por la mañana me levantaba tempranito e iba a venderlo y el pescadito tan bueno y hoy no puede usté dejar un kilo de pescado fuera de la nevera. 
Una dura vida, que Sixta la rememoró con cariño y con cierta nostalgia. Enriquece haberle escuchado sus relatos, sus múltiples enseñanzas, como cuando narra el uso del carbón vegetal: Lo utilizábamos pa si usté quería hacer una comidita en un brasero, pa planchar, porque no había otra cosa, poníamos la plancha sobre del carbón y cuando no teníamos carbón encendíamos un fuego con leña y allí las planchas o poníamos una hojalata y poníamos la plancha allí y se iba calentando, y si no arrimábamos la plancha al fuego y calentábamos, y de allí limpiábamos la más ceniza y a planchar la ropa. 
O las penurias, y los abusos que se cometían por los propietarios, en los cultivos del tomate, que cultivada en régimen de medianería. Sí, a medias, a granos, sí cogíamos, sí la mata tenía tres kilos nos daban como decían, los tomates a kilo y grana, una grana y un kilo. Usté cree que nos daban nada, nos robaban hasta los kilos, y cuando usté iba a cobrar, cuatro perras. Lo pagaban a como le daba la gana, a tres perras, a media peseta el kilo. Trabajaba en los tomates, y corre, corre, acababa de cortarlos y después uno comía, o a lo mejor estaba ya comida e iba al salón, a trabajar una hora, dos horas, o cuatro, o cinco, o lo que sea, o la mitad de ocho horas, cuatro horas, y estaba usté trabajando toda una semana y le venían a pagar quince pesetas, veinte, y sabíamos que nos robaban, porque hasta en las horas pa salir nos robaban porque hasta en las horas pa salir nos robaban y la hora pa entrar llamaban antes. 
Cuando se conoce a una mujer como Sixta, cabe preguntarse: ¿de dónde obtuvo el arrojo preciso para seguir luchando? Trabajaba en los tomates durante la zafra y luego en labores de su casa. Después venía pa mi casa, tenía higueras de mi padre, nos dio unas higueritas, pasábamos la fruta y después que había gente que araba y nos llamaban pa ir a arrancar en el verano, pa arrancar trigo. Áhi era arrancado, trigo, se criaba así, trigo grande y el centeno, el centeno era más grande que yo. Si uno ganaba dos pesetas o tres pesetas al día tenía la más, y quemadito, uno todo el día trabajando. 
Su grandeza fue adaptarse a sus necesidades, procurar los recursos de los suyos, tener la fortaleza precisa para lidiar con tantas adversidades y tantos sinsabores que se le atravesaron en el camino. Y aún así sus lamentos apenas eran percibidos porque todavía hubo quien, según ella, lo pasó peor: Mi padre si pasó trabajitos y todos aquí los pasamos.

Fotografías: Jesús M. Mora Romero

Tiempo de porretas y pipas



  Porretas y pipas (en mayor número, con semillas resaltadas)

Los frutos de la penca han sido utilizados por nuestros mayores para paliar años de sequías y de miserias. Se consumía como fruta fresca o pasada, pero además se aprovechaban las palas de las pencas para consumo, en crudo o guisado, e incluso la cáscara seca o la pala asada y molida para obtener gofio. Para los animales se utilizaban los frutos y las cáscaras frescas y secas de tunera. Además la penca seca se usaba como combustible, como por ejemplo para cocinar o curar el queso, ahumándolo. Así también ha tenido diversas aplicaciones en la medicina tradicional, como penca abierta, asada y colocada sobre la zona afectada, para pulmonías, reumatismos; sus flores o pitos, en infusión o agüitas, para enfermedades relacionadas con el riñón. Sin olvidarnos de otras utilidades de la penca, como la  cochinilla, el estiércol, cercar parcelas o realizar corrales, o la larga ristra de juguetes que se obtiene de sus palas.
Pero el mayor uso y aprovechamiento era el fruto fresco o seco, las pipas, las porretas o carreños. Estos frutales asimismo entraban en los tratos de las medianerías. Aportaba múltiples interacciones sociales y económicas, en el que se efectuaba un entramado de colaboración entre los miembros de la comunidad. La recogida de los higos picos y su posterior pelado, además de las diversas labores que se realizaban para obtener esta fruta pasada en colaboración entre el mismo grupo familiar o entre vecinos.
Los higos picos se secaban y se guardaban para el resto del año como un gran complemento a la alimentación. Para secarlos lo ideal era disponer de un pasil, un pequeño llano compuesto de piedra menuda, tal como los describe María Rancel Toledo(Guargacho, 1909), y los tendíamos en unos pasilitos, donde eran piedras menuditas, que no había tierra sino piedritas menudas, los tendíamos.
Con respecto a los higos picos hay toda una ciencia por la que deambular en busca de su denominación correcta. Las porretas son los higos picos pelados, se les retira lo menos posible de la piel para que no se desgrane en el proceso de pasado. Las pipas son los higos que estando más verdosos no se pelan, estos se abren como si nos lo fuésemos a comer frescos. Antes de pelar o abrir, ya sean para porretas o pipas, se escobiaban y barrian para quitarles los picos, con escobas de balo, de margazas o de pino. Luego se tendían varios días al sol, en los pasiles.
  Pablo Delgado Delgado, barriendo en el Valle de San Lorenzo
Y aquí surge otra labor a realizar para su mejor conservación, tal como nos apunta Daniela Fumero y Horacio Fumero, quienes todavía realizan esta tarea en su casa en La Ladera, Vilaflor. Luego hay que pincharlos uno a uno, porque se soplan como si fuera un globo y hay que pincharlo para que saquen el aire porque sino se quedan todos huecos y no sirven, tienen que pincharse, de un trocito de madera se hace afiladito y vas pinchando uno a uno y luego se prensan dos o tres veces.
  Higos picos pelados y abiertos
Pasados esos días, que podían ser de ocho a diez, dependía del sol, se recogían una mañana temprano, que estuviesen serenaditos que era mejor para lidiar con ellos. Se prensaban 24 horas, bien en cestas o en un corralito, con un saco y algunas piedras encima. Al día siguiente, y una vez que el sol había calentado el pasil, se tendían otra vez. Se volvían a recoger al día siguiente y se sobaban, pasarlos por las manos, y quitarles el aire que pudieran tener algunos, a estos se pinchaban con alguna punta, un apequeña rama o un mismo pico. En algunos casos hay constancia de separar pipas y porretas. Se guardaban en barrilitos o en cajas.

Y que mejor para finalizar que palabras del vecino de Las Zocas, Miguel Donate González, quien reseña las prácticas de conservación en barricas. Usté los echaba allí y día echando y pisando como el que hace mosto, pisando, eso día apretado. Y dispués lo dejaba allí y cuando usté viraba a sacar pues algunos podía sacarlos con las manos, otros no podía sacarlos con las manos, había que buscar un cincel y un martillo y le día uno cogiendo un rinconcito por la barrica y día sacando aquel puñadito. Y a comer solo o con gofio, con lo que usté quiera, y eso pedía mucho agua, la porreta pide mucho agua.

  Daniela Fumero y Horacio Fumero,  secando higos en Vilaflor