miércoles, 6 de noviembre de 2013

Candelaria Marcelino Ramos. Una pescadora de Los Abrigos


 
  Candelaria Marcelino Ramos
Marchantas o pescadoras fue la denominación que con mayor frecuencia se conocía al grupo de mujeres que se encargaban, con sus idas y venidas, del trasiego de mercancías entre la costa y las medianías. Labor fundamental en la actividad pesquera, la comercialización del pescado siempre ha estado en sus manos. Pero además también era la encargada de transformar ese pescado fresco en jareas y la larga lista de labores para su transformación: limpiar, abrir salar y tenderlo al sol; así como buscar la sal y en muchos casos rasparla en la costa. Asimismo era labor de estas mujeres el marisqueo, ir en busca de la lapa y el burgado que ayudaran en la alimentación de la familia, o en el sustento de la casa; frescas o la mayoría de las veces en escabeche: guisadas y colocarlas en botellas con vinagre, para su posterior consumo, añadiéndole un poco de aceite.
Candelaria Marcelino Ramos (Los Abrigos 1928-2004) fue una de estas mujeres que dejó su huella en los caminos, y que muchas veces era algo más que una metáfora. Sabes cómo nos curábamos los trompesones, cuando salíamos descalzas, con tierra. Nos pegábamos un trompesón, que los chorros de sangre que da miedo, cogíamos la tierra así y con aquello se iba la sangre. Después metíamos el pie en agua salada. Las veces que nos arrancábamos la uña del pie y no había médico ni había nada.
Comenzó en el trasiego de la venta del pescado siendo una niña, de la mano de su madre, Amelia Ramos, comercializando la pesca de su padre, Carlos Marcelino. Solía trasladarse a San Miguel de Abona, Granadilla de Abona o Vilaflor. A Vilaflor salíamos a la una de la noche y llegábamos a las ocho de la mañana. Para vender el pescado no habían coches en ese entonces, ni había pesas ni nada, sino con la badana de la platanera y enhebrábamos el pescado.” Después continuó con la pesca de su marido, el pescador Nicanor Ramos Alayón, al que esperaba asomando su inquietud a la mar, que casi acariciaba su vivienda. “A la hora que viniera teníamos que salir a vender el pescado, porque no teníamos nada, ni hielo, ni nevera, ni nada, ya después fuimos jalando la cosa. Trasladaban lo que no podían ni cargar, en muchos casos con más de cuarenta kilos sobre la cabeza; y en algunos casos hacer el recorrido dos viajes al día. Nos teníamos que remediar y después la que llevaba menos nos ayudábamos unas a las otras, éramos muy buenas compañeras.

Candelaria Marcelino y Nicanor Ramos en su bar de Los Abrigos
Todas vendíamos pescado, Dolores, tía Juana, tía Antonia Fariña, Eusebia, gente más vieja y después nosotras más jóvenes. De la época mía estaba yo, yo por delante, estaba Carmen mi cuñada, estaba María Elena, que era mi hermana, estaba Lourdes, todas, un montón. En el censo electoral de 1965, padrones que no reflejan en su totalidad a este numeroso grupo de mujeres que se dedicaba a este menester, se encontraban inscritas en Los Abrigos, las siguientes pescadoras: Juana Marcelino Ramos, de 29 años; Isidora Alayón Ramos, de 41 años; Josefina Marcelino Alayón, 21 años; Efigenia Marcelino Marcelino, de 29; Elena Marcelino Ramos, de 33; Mª del Carmen Martín García, de 26; y Isabel Rodríguez, de 53 años.
Con los recuerdos de Candelaria transitamos por una época con recursos limitados. Para el agua había que abastecerse de los pocos aljibes que existían en Los Abrigos o trasladarse en su busca a Los Erales, en las cercanías de Guargacho. Para lavar, muchas veces aprovechaba sus viajes a San Miguel y limpiaba la ropa en los lavaderos públicos, en El Chorro, en la zona de La Mulata; o desplazarse a una charca situada en El Guincho; o bien en Atogo, en las atarjeas de riego de los cultivos de tomate. En esas barricas grandes de aceitunas, allí traíamos el agua, de allí aquí y pa lavar teníamos que coger la ropa y ir a San Miguel a lavar, vendíamos el pescado y después que vendíamos el pescado nos poníamos a lavar.
Y para parir se tenía que requerir la ayuda de alguna mujer con experiencia, o como el caso de su tía Isabel Marcelino tener la criatura en el mismo camino. Se fue a Charco del Pino a vender el pescado, y cuando vino pabajo le dieron los dolores pa dar a luz, por debajo de Atogo había un cacho pared. Allí dio a luz, le partió la vida con dos piedras, con la tira del delantal le amarró la vida, lo enrolló en el delantal y caminese pa Los Abrigos. Ese fue el primero, pues después como al año y medio o dos, volvió a quedar embarazada y usted cree que donde parió el primero parió el segundo, y otra vez la misma pared en Atogo y le hizo lo mismo. A Candelaria Marcelino casi le sucede algo semejante, cuando fue a vender el pescado a San Miguel, vendí mi pescado, lo cobré, trajé la comida, traje una botella de agua dulce de San Miguel porque la que estaba aquí no servía pal café, trajé un poco de leche, delalto de la cesta pa jacer la cena. Y esa misma noche parió el primero de sus hijos.
Candelaria Marcelino Ramos fue una mujer emprendedora, que buscó con voluntad y firmeza el bienestar de los suyos. Comercializaba el pescado que traía su padre, Carlos Marcelino; después el de su marido, el también pescador Nicanor Ramos. En los inicios a pie, por esas empinadas veredas mal empedradas, y las más de las veces intercambiándolo por que no había con que pagarlo, a proponer yo le daba a usted una sarta de jareas y me daba un cesto de papas. Con los años pudieron adquirir un vehículo que les ayudaba en esta tarea de vender el fruto de la mar, “siempre el nuestro”, con lo que la venta de la pesca se efectuaba con más comodidad y se alcanzaba a un mayor número de pueblos.
Su espíritu batallador la dispuso para instalar la primera tienda que se emplazó en Los Abrigos, a comienzos de la década de los años cincuenta, cuando yo quedé embarazada de mi Candelarita ya tenía la tienda, un ventuchito y un bar pequeñito cerca de cuarenta años. Tienda y bar que durante esas largas cuatro décadas fue punto de encuentro y de tertulias, además de lugar donde distribuir el correo a los vecinos del barrio o de expender las botellas de gas butano. Bar que en septiembre, por las fiestas en honor de San Blas, se engrandecía, se transformaba en una prestigiosa casa de comidas, donde se disponía de los mejores aromas y sabores de la mar. 
Durante toda su vida fue una mujer dispuesta al trabajo, hacendosa, a tirar del carro para mejorar con los suyos. Sus enormes ganas de conocer le llevó a crear algunos versos, como esos recuerdos que quiso perpetuar de su madre recién fallecida, en la que también la podemos ver reflejada: Pobrecita mi madre/ yo no la puedo olvidar/ los trabajos que pasó/ para poderlos criar/ descalcita y caminando/ que se iba a San Miguel/ a vender su pescadito/ pa traerlos que comer.

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